La primera edición de Cien Años de Soledad que fue raptada y recuperada en 2015, se exhibirá en la Biblioteca Nacional. El librero Álvaro Castillo, quien la donó al Estado, recuerda la historia macondiana que rodeó a este libro
“Estaba en Montevideo y entré a una librería cuyo nombre no recuerdo. Siempre preguntaba por literatura latinoamericana y poesía, que es lo que me interesaba comprar y leer. Entonces el librero me señaló ‘allí y allí’. Y pum, lo primero que vi fue la primera edición de Cien Años de Soledad. La reconocí por el lomo y no lo podía creer. La miraba y pensaba: ¿ahora qué hago?”.
Era el año 2006 y el inicio de la historia de un libro que marcó a Colombia. El más famoso del país, que tuvo circular de Interpol y cuyo robo en Bogotá en 2015 le dio la vuelta al mundo. El punto de partida del periplo macondiano de una primera edición que ahora vuelve a luz, a la vista de los colombianos. Quien rememora es Álvaro Castillo, un librero de libros viejos o el “librovejero” como lo bautizó alguna vez Gabriel García Márquez, y quien se convirtió en víctima y centro de esa historia.
Esa mañana de octubre hace 16 años en la calle uruguaya de las librerías, Castillo pensó rápido. “Se la pasé al librero y le pregunté el precio. Para la época eran como unos 7 dólares. ¿Vos no me podés hacer una atención?, le dije yo usando las costumbres de ellos. Me dijo bueno, 6. Le pagué y él metió el libro en una bolsa blanca”. Pero antes de que lo guardara, el hombre le preguntó: “¿Vos habías visto esta tapa?”. Castillo, cuenta ahora en un café de Bogotá, tuvo que poner “cara de imbécil y decirle que no”. El libro, dijo el uruguayo, había llegado un día antes a la librería.
“Comencé a tener una angustia y le dije, sudando, ¿me podés prestar el baño? El libro ya era mío, pero solo pensaba: este tipo se va a dar cuenta de que cometió un error al venderlo. Volví, le di las gracias, salí de la librería y corrí como si me lo hubiera robado, pero no era así, lo había pagado. Unos minutos después, ya más tranquilo, entré a otra librería y me encontré la primera edición de Historia de un Deicidio, de Mario Vargas Llosa, que me costó más que el de García Márquez”.
Castillo nació en Bucaramanga pero se crió en Bogotá. Aprendió su oficio en las librerías de segunda mano del centro de la ciudad y muy joven comenzó a trabajar como librero. Así como esa edición adquirida en Uruguay, acumuló decenas que fue comprando: un vasto archivo sobre el Nobel que incluye artículos sobre Gabo en revistas pornográficas y otras rarezas.
Pero Cien años de Soledad, que lee una vez cada año, siempre fue su edición más preciada. García Márquez, a quien Castillo le conseguía libros específicos, se lo dedicó. “Para Álvaro Castillo, el librovejero, como siempre, y desde siempre, de su amigo. Gabo. 07″.
En 2014, Gabo murió y llovieron los homenajes. Un año después, la Feria del Libro de Bogotá se hacía en su honor y a Castillo le pidieron el favor de prestar su libro. Lo hizo sin contraprestación y sin chistar. A esa edición sumó otras más. Era un tributo al escritor que admiraba tanto.
En el pabellón dedicado al Nobel ubicaron en una estantería las primeras ediciones que pertenecían a Castillo. Todo fluía con normalidad. Él mismo había acompañado recorridos, contaba la historia de sus libros. Hasta ese momento su vida era la de un librero conocido en su entorno. Ni él ni nadie imaginaba cómo esa joya que compró en Uruguay sería un libro de recordación nacional.
El 2 de mayo del 2015 Castillo recibió una llamada. Estaba en la Feria, en otro pabellón. “Hermano, se acaban de robar su primera edición de Cien Años de Soledad. Me quedé callado y creo que solo alcancé a decir: no lo puedo creer, no lo puedo creer. Colgué y me fui para allá”. Cuando llegó al lugar del robo decidió llevarse los otros libros que había prestado a la Feria por temor a que tuvieran una suerte similar. Supone que tenía la cara roja”, dice, pero no lo sabe bien. Para él, ese día y los posteriores ocurrieron como en una pesadilla nebulosa.
Se sabía poco de lo ocurrido. La vitrina de vidrio donde estaba exhibido solo tenía una pequeña cerradura. Se habían llevado la chapa. El amigo de una chica que trabajaba en la sala advirtió la ausencia del libro y a los encargados del pabellón llamado Macondo se les cayó el mundo encima.
Después del desconcierto llegó el silencio. Éste duró hasta que el diario El Tiempo, el más conocido del país, lo anunció en un titular y se desató una avalancha. Medios de todo el mundo cubrieron la noticia. Era una vergüenza nacional. Álvaro perdió el sueño, estuvo una semana entera atendiendo llamadas de la prensa. “Creo que estaba a punto de que me diera un surménage. Escuchaba en mi mente el celular todo el tiempo”, recuerda.
Los periodistas, se queja, solo preguntaban por el valor del libro. Una y otra vez, dice. “Aunque hubo apoyo de muchas personas, también hubo miserables que se atrevieron a decir que yo me había auto robado.
Fue una minoría, pero fue desagradable”, afirma con amargura. El país estaba entre la indignación y la solidaridad. El abrazo que Castillo recibió de un niño de 12 años lo sacudió y le hizo entender que “ya no se trataba de un problema personal sino uno de vergüenza nacional. Era el colmo que, en la feria dedicada a García Márquez, a un año de su muerte, se robaran el libro”.
Ahora era también un caso judicial en un país de millones de casos y denuncias de robos. La Policía interrogó a los encargados del pabellón, a Castillo, preguntó detalles, montó un operativo. “Nos hacían preguntas absurdas y escribían con errores de ortografía. Recuerdo que yo le preguntaba al agente si no los iba a corregir”. La víctima de un robo era un lector voraz.
El caso iba creciendo y el libro ya tenía una alerta de Interpol. “Yo pensaba: los que se robaron el libro se metieron en un lío, ahora es invendible. Quien lo comprara no habría podido presumirlo ni exhibirlo porque cualquier persona sabría que compró algo robado”. Mientras eso ocurría, un debate dividía a la opinión pública. Un hombre había sido detenido por acoso sexual en el Transmilenio y le darían menos años de cárcel que al buscado ladrón del libro.
Lo que siguió es incierto y poco claro. Eso sí, parece del universo del realismo mágico.
***
Una noche, una semana después del robo, Álvaro recibió un mensaje de un amigo. Lo felicitaba por la aparición del libro. Refugiado en su casa, no entendía nada. Pero sonó el teléfono. Lo llamaba la asistente del director general de la Policía de Colombia. El general Rodolfo Palomino, en persona y ante las cámaras, quería devolverle el libro. Enviaron una patrulla a recogerlo y el vehículo comenzó a circular por el carril del Transmilenio, por donde solo puede ir el transporte público, con sirena encendida. Para el librero, todo era delirante.
El libro, su libro autografiado, estaba dentro de una caja donde se guarda un router. Lo vio y lloró. La Policía habló de honor, de patria, y le contaron la historia del hallazgo. La única y oficial, que no todos creen. Según los agentes, apenas el robo se hizo público, lanzaron un operativo de inteligencia y detectaron que el libro estaba en manos de una banda que lo quería vender en el extranjero. Que ellos infiltraron a la banda, que intentaron hacer una compra falsa, la banda lo supo y el operativo fracasó.
“Y aquí es cuando comienza lo real maravilloso. Los agentes tenían una cita en el barrio La Perseverancia con los miembros de la banda, pero los tipos se dieron cuenta que estaban infiltrados, salieron corriendo y pum, botaron la caja en una tienda y huyeron. La Policía no disparó porque, obvio, no iban a matar a nadie por un libro”, dice Castillo. La Policía entonces toma la caja y encuentra el libro. “Esa es la historia oficial, la que me contó la policía. Ya si me la creo o no es otra cosa”, agrega.
Ante las cámaras de televisión del mundo, el general Palomino le hizo entrega del libro. En rueda de prensa, dijo que iba a ser vendido en 60.000 dólares. Álvaro sintió ese dato como una cruz que le causó temor por su seguridad. “Yo ahora cómo convenzo a alguien de que no vale eso”.
Lejos de los reflectores, el librero llegó a su casa, abrazó a su mamá y se puso a llorar.
¿Qué hacer con un libro que estuvo en boca de todos durante varios días y que, según el director de la Policía, tenía tal valor? Antes del hallazgo, el librero había decidido donar todas sus primeras ediciones a la Biblioteca Nacional. Así que decidió entregar también esa de Cien Años de Soledad.
De esos días, recuerda a los taxistas que lo saludaban felices para celebrar la aparición del libro. Pero también los malos comentarios. “Gente que fue capaz de decir que yo me había auto robado o gente que intentó lucrarse de mi desgracia”.
Poco tiempo después, el caso fue cerrado. “Mi teoría es que eso no fue un robo de oportunidad. Pienso que fue planeado, porque esperaron hasta el día en que había mucha gente y habían evaluado la seguridad. Calcularon los movimientos para hacerlo de forma eficaz. Ahora, ¿quién fue? Todavía no se sabe”. Las hipótesis van desde que una banda que lo robó y no dimensionó el revuelo, hasta que un grupo delincuencial que fue contratado para robarla y venderla en el exterior. Castillo prefiere no saber.
La donación del libro no fue tan mediática como el robo. El día que el librero lo entregó a la Biblioteca Nacional ya no hubo tanto interés. Desde entonces, el libro reposaba en una bóveda de seguridad y solo se podía ver con una solicitud formal y en presencia de un vigilante. Pero a partir de este año se podrá ver en una exhibición permanente.
“Ahora es un libro de todos los colombianos”, dice la directora de la Biblioteca, Adriana Martínez. Se exhibirá junto una serie de objetos del Nobel, como una de las máquinas donde escribió Cien Años de Soledad, o la medalla y el diploma que recibió en 1982. Primero estará hasta abril en la exposición Gabo: 40 años del Nobel; y luego será permanente.
Para Castillo, que hizo una segunda donación de libros, es un “honor que la gente pueda ver ese libro que pertenece a todos”. Le ilusiona que los niños que fueron solidarios con él, los taxistas, cualquiera pueda verlo y sentir la misma emoción que él tuvo por allá en 2006 en Uruguay cuando lo compró. Y que por supuesto, nadie se lo robe.
El País