El hambre regresa al debate político mientras 57 millones de ciudadanos están subalimentados a causa de la crisis, la pandemia y el recorte de programas sociales
Anoche, todos los que viven en casa de María Elena da Silva, de 44 años, se acostaron hambrientos, sin cenar nada. Los once. Los nietos, las hijas, el hijo, la nuera, el yerno y la matriarca, una mujer menuda, delgada. Aunque sospecha que está enferma, ha tenido que bajar al río por la mañana a hacer la colada. Tres horas frotando con sus manos huesudas de dedos fuertes. Las ropas multicolores secándose contrastan con la vegetación de este rincón de Pernambuco, en el Brasil más pobre. “Las cosas están muy apretadas, mucho. Lo más difícil es la alimentación”, se lamenta en la sala-cocina de una precaria casita de ladrillo con suelo de tierra en Garanhuns.
Les faltan agua y electricidad mientras sobran las moscas y las penurias. “Solo me queda la ayuda de Dios”, dice resignada esta mujer que vive en un quilombo, las comunidades fundadas por esclavos huidos de los ingenios azucareros. No todos los días su familia se acuesta con el estómago vacío, pero cada vez es más frecuente que se queden sin desayuno, almuerzo o cena.
El hambre ha vuelto con fuerza al debate político en Brasil. Medir su incidencia es asunto complicado, pero poco le importa a esta mujer. Las privaciones se le multiplican. En el país más desigual del continente más desigual, la pobreza tiene color y género. La mayoría de los que comen menos de lo que deberían son familias encabezadas por negras o mestizas, mujeres solas como las que viven en esta comunidad cuatro horas en coche tierra adentro de la costa pernambucana. En esta región nació Lula da Silva, que hizo de la lucha contra el hambre bandera y prioridad al llegar al poder en 2003.
La señora Silva y los suyos viven en la incertidumbre cotidiana, sin saber qué y cuándo van a comer. A su nuera no le ha subido la leche, así que alimenta a su bebé con leche de vaca. Al primero, que tuvo con 16 años, pudo amamantarlo. Sus vidas penden de un equilibrio frágil. Basta que falle una pieza para que todo se desmorone.
En estas pequeñas comunidades de descendientes de esclavos sienten que la mejoría que experimentaron desde el inicio de siglo se frenó y viven un retroceso. Y eso les aterra. Atrás quedó la época en que cuatro de cada diez bebés morían o cuando niñas de siete años emigraban a la ciudad para ser niñeras. Niñas cuidando bebés. Nadie da ya a los críos pienso de animal como si fueran galletas, pero muchos siguen como sus antepasados, sin tierras propias para cultivar. Y aún hay familias inmensas, lo que dificulta la subsistencia porque no hay trabajo o la paga es misérrima. El jornal por cultivar para otros es de 50 reales (8 euros, 9 dólares) ; con café y almuerzo incluido, baja a 40.
La pandemia ha agravado un aumento del hambre que ya existía”, sostiene al teléfono el investigador brasileño Marco Teixeira, del equipo Alimento para la Justicia de la Universidad Libre de Berlín y coautor de una de las encuestas mencionadas. “El punto de inflexión fue 2016″, añade.
Es decir, la llegada al poder del centro derecha con el impeachment, que cerró abruptamente la etapa del Partido de los Trabajadores (PT). La pandemia y la larga crisis económica han vaciado los bolsillos de millones de brasileños y llenado las aceras de las ciudades de indigentes. A todo ello, explica, se suma un cambio estructural. La austeridad y el techo de gasto sustituyeron una política que priorizó los programas sociales.
El País de España